jueves, 30 de mayo de 2013

La construcción del estado posrevolucionario en México (3 de 3)

Si se asume que las marcas de nacimiento del estado mexicano surgido de la revolución son el corporativismo y el autoritarismo, expresados en la existencia del charrismo sindical y la simulación electoral, quedaría por analizar la respuesta de la sociedad a semejante orden. Como se mencionó antes, en la actualidad, al autoritarismo ha sido reforzado por la militarización, que al mismo tiempo que se justifica para enfrentar el narcotráfico tiene la misión de reprimir las protestas y los movimientos sociales. Criminalizar la protesta social representa el lado oculto de la política de seguridad, alentada desde los EEUU.

Entre 1920 y 1940, los sectores sociales movilizados al calor de la revolución iniciaron una serie de luchas tendientes a aprovechar los espacios políticos para organizarse y conformar sindicatos y tomas de tierras. El proceso culminó en la creación del Partido de la Revolución Mexicana, que institucionalizó la política de masas del general Cárdenas y que es mencionado como una gran triunfo de los trabajadores mexicanos. Sin embargo no se puede pasar por alto que fue entonces cuando inició el pacto corporativo, que dejó una marca indeleble en la relación entre trabajadores, sociedad civil y el estado. Imposible negar que los trabajadores y campesinos se vieron ampliamente favorecidos al constituirse en el sostén del estado posrevolucionario pero al mismo tiempo se ataron las manos para desarrollar organizaciones democráticas que eventualmente pudieran impulsar los procesos democráticos más allá de sus sindicatos. Las huelgas de ferrocarrileros, maestros, médicos, y estudiantes, a lo largo de los años cincuenta y sesenta, expresarán precisamente la conciencia del costo social y político por incorporarse al partido del estado.

A partir de 1968, la sociedad mexicana empezaría a configurar una crítica que giró alrededor del corporativismo y el autoritarismo y que se procuraría alejarse poco a poco del sistema institucional para abrir nuevos horizontes. Ya sea desde las manifestaciones o huelgas, o desde la clandestinidad de la guerrilla, cada vez fueron más los sectores que fueron cobrando conciencia de la necesidad de organizarse desde abajo, buscando la autonomía del estado y la construcción de mecanismos de democracia popular. Empero no sería hasta el inicio del proceso de desmantelamiento del estado de bienestar, en los años ochenta, que la tendencia cobraría fuerza para desembocar en el surgimiento de la rebelión indígena en Chiapas en 1994. A partir de ése momento, un nuevo ciclo de luchas abriría el camino para configurar nuevas formas de acción política, basadas en la certeza de que sólo al margen del sistema político institucional se podría llegar a crear una nueva nación.

El estado y sus patrones se dieron cuenta claramente del debilitamiento del pacto corporativo y empezó entonces un proceso de reformas políticas que iniciaron en 1977 y culminaron veinte años después. Los dueños del dinero y el estamento político abrieron una rendija para ampliar la capacidad de repartir canonjías a los inconformes y para ocultar que pretendían mantener al estado sin cambios de fondo. Pero esas reformas y buenas intenciones no fueron suficientes para debilitar la tendencia a la organización popular autónoma ni mucho menos para fortalecer al estado. Por el contrario, confirmaron que el estado no tenía la menor intención de cambiar, empecinados sus operadores en un gatopardismo cínico, ramplón y sobre todo ineficaz para contener el deterioro de las condiciones de vida de las mayorías. 

La solución militar apareció entonces como segundo frente para cerrarle el paso a las rebeliones y protestas de amplios sectores sociales. El terror y la violación sistemática de los derechos humanos se han convertido en moneda corriente, acentuando así los rasgos fundacionales del estado. Irónicamente, los empleados del capital –ahora convenientemente repartidos en partidos políticos, organizaciones civiles y gobiernos- se han empecinado en reformas y más reformas, procurando mantener el cada vez más débil argumento de la existencia de un estado de derecho. Pero muy a su pesar la descomposición del sistema, materializada en el aumento geométrico de la corrupción, la pobreza y la violencia, no se ha detenido sino que cobra cada vez mayor fuerza. Las comunidades neozapatistas, los campesinos organizados en policías comunitarias, los estudiantes, los desempleados y las amas de casa de los cinturones de miseria de las grandes ciudades no albergan mayores ilusiones -a pesar de la promoción del consumismo gracias al crédito- y cada vez con mayor fuerza se organizan para construir nuevas formas de organización, nuevas identidades, nuevas formas de acción. El estado posrevolucionario se acerca a su final tanto por su incapacidad para llevar a cabo sus funciones esenciales –entre las cuales destaca la seguridad pública- como por las acciones de miles y miles de mexicanos y mexicanas. El corporativismo y el autoritarismo no garantizan más la dominación

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